SAINT PAUL, MN
En la presente oportunidad intentaremos reflexionar en torno al concepto de “amistad” desde una perspectiva filosófica que nos permita comprender cómo es posible el vínculo amistoso en una sociedad que ha abrazado fuertemente el individualismo rapaz y la pérdida (casi total) de atención que nos prestamos los unos a otros.
Los aportes de la filosofía podrían ser interesantes desde un punto de vista pedagógico, considerando que la formación de nuestros infantes sobre el asunto de la amistad podría estar atravesada por la búsqueda del claro discernimiento entre vínculos mutuamente beneficiosos y desinteresados y de aquellos que se dan únicamente por una finalidad utilitaria en conformidad a un fin pragmático concreto.
En ese sentido, Aristóteles (384-322 a.C) nos legó una guía sencilla sobre este asunto, distinguiendo al menos tres tipos de relaciones sociales vinculadas a la amistad. En primer lugar, nos dice que la amistad utilitaria responde estrictamente a un interés particular o mutuo, y su duración y calidad dependerá de la consecución o no de los objetivos propuestos entre las partes. Es interesante explicitar este aspecto porque al momento de evaluar las amistades tenemos que tener en claro que el hecho de tener asuntos en común no nos obliga para nada a sostener prolongadamente un nexo con una persona. Eso sí, ambas partes deben tener claro que se trata de un acuerdo práctico con miras a la consecución de fines, de lo contrario podrían haber malentendidos.
En segundo lugar, Aristóteles nos menciona el tipo de amistad que nos causa placer, gozo, diversión o simple agrado mediante la compañía circunstancial de ciertas personas. En este caso puntual sucede casi lo mismo que en la amistad utilitaria: una vez terminada la experiencia satisfactoria, generalmente por el contexto y la madurez de las personas, se concluye la amistad como tal. Dijimos previamente “madurez” porque no a todas las personas nos sucede que nos divierte lo mismo durante toda la vida: habréis podido apreciar que hay personas que se ríen de los mismos chistes o disfrutan de la remembranza de las mismas anécdotas, sin importar la edad o el paso de los años, mientras que otros van mutando sus gustos con el tiempo. Más de uno de nosotros hemos tenido amistades en la adolescencia que nos han hecho pasar momentos maravillosos, pero al mirar atrás nos damos cuenta que fue una amistad circunscrita a un momento determinado de nuestras vidas.
Por último, nuestro filósofo nos indica que el modelo más importante de amistad es aquel que está guiado por la virtud y se va formando mediante un esfuerzo mutuo (recíproco) en vistas claras a la búsqueda de la excelencia (areté).
En otras palabras, se trata de la construcción de una relación que nos hace ser mejores, en lo individual y en lo comunitario simultáneamente. Este tipo de vínculo sólo es posible mediante la honesta prudencia que permite que nos valoren de manera ecuánime como nosotros también apreciamos a los demás: es el milagro de sentir alegría genuina por el bienestar y éxito de otro ser que, a su vez, espera sentir lo mismo por mí.
Evidentemente, el concepto de amistad está estrictamente ligado al de felicidad en cuanto que contar con el privilegio de la buena amistad -que nada tiene que ver con la cantidad, sino con la calidad de las relaciones que se van entablando en la vida- apunta necesariamente a la búsqueda mancomunada de una vida plena (bien común, básicamente). Como habrán podido apreciar, esto de la amistad trasciende el simple contacto con una persona o más, sino que es la base de toda construcción comunitaria: una sociedad que no sabe construir amistad jamás podría entonces constituirse en “pueblo” o “nación” en tanto que el conjunto de los vínculos estarían destinados a regirse por un utilitarismo extremo que nos ha colocado en un punto en el cual absolutamente toda exigencia quiere convertirse en derecho al mismo tiempo que toda obligación es considerada un atropello reaccionario.
Al igual que todo aquello que vale la pena en la vida, la amistad es fruto de un proceso pedagógico que se debe cultivar desde la infancia, puesto que representa un aprendizaje fundamental para que nuestros hijos sean capaces de percibir en los otros parte de aquello que valoran de sí, pero también lo digno de valorar por fuera de su propio ego y sean críticamente capaces de “clasificar” dichos vínculos al momento de enfrentar la realidad en compañía de esas relaciones sociales que se entablen criteriosamente a lo largo del tiempo.
Ahora bien, podemos mínimamente concordar en que actualmente estamos atravesados por una virtualización de las relaciones sociales, mediadas particularmente por el individualismo promocionado intencionalmente que nos ha hecho creer que “el otro” es simplemente un depositario de nuestro relato y emociones, impidiendo al menos un esbozo de diálogo sensato en el cual “el uso” del oído de los demás se ha vuelto una obsesión insoportable: ¿no han notado que cada vez con más frecuencia la gente sólo habla de sí misma y de su circunstancia, mostrando un desagradable desinterés explícito por cualquier circunstancia que le resulte externa, aun tratándose de un vínculo amistoso o familiar?
¿Qué clase de amistad es posible sin diálogo?
Como bien sabemos, el diálogo no es la simple y vana conversación circunstancial, es el conocimiento a través de un vínculo que requiere la participación activa y coherente de más de una persona. ¿Con cuántos individuos puedes tú tener éste tipo de comunicación? La obsesión de querer ser vistos y escuchados nos ha llevado a un límite patético en el cual es explícito y vergonzoso el desinterés profundo que demostramos por el aprendizaje mediante un diálogo constructivo con otro ser humano. Lo paradójico de ello es que en medio de semejante auto-atomización a la que nos hemos sometido voluntariamente, acudimos a “ayudas” externas que nos indiquen medianamente el camino o nos brinde herramientas de socialización: no es casual del boom editorial de piezas de autoayuda que se centran específicamente en tu persona individual pero que olvidan categóricamente algo fundamental, que es que el eje debería estar puesto en “el otro” con el cual yo también me constituyo. Evidentemente, este tipo de manual de instrucciones relleno de recetas mágicas destinadas a una masa amorfa de personas (perdiendo totalmente de vista las vicisitudes que nos hacen ser únicos) si bien no ha dado resultados para mejorar nuestra forma de relacionarnos, ha brindado una especie de consuelo y esperanza individualista que tiene la misma vida útil que un yogurt con frutas.
En tiempos no tan lejanos, los consejos venían dados de redes sociales de carne y hueso conformados por amigos presenciales, padres, hermanos y vecinos.
La sociabilidad que habíamos conseguido, sin pantallas ni likes de por medio, garantizaba de cierta manera que uno tuviera amparo ante alguien cercano. Cuando el individualismo empezó a arrasar el terreno de esa sociabilidad comunitaria y las relaciones se fueron virtualizando, las personas comenzaron a perder el hermoso beneficio de disponer de la compañía de otro mortal con quien pudiésemos llorar, pedir un consejo, confesar una situación personal que nos aqueja o disfrutar de una compañía mutuamente virtuosa al mismo tiempo que comenzamos a buscar salvavidas externos: profesionales de la salud mental o consejos de desconocidos mediante libros de autoayuda.
No estaría mal recuperar el valor de la amistad mediante el diálogo fructífero y valedero, pero ello implica, como todo lo bueno y necesario, trabajar pedagógicamente con los jóvenes haciendo particular hincapié en que los vínculos sociales significativos demandan una inversión de tiempo y de suma atención en pos de una búsqueda permanente de la felicidad y no en la obsesión de la inmediatez de novedades que nos brinda el universo de los objetos reales y virtuales, los cuales se conquistan con el simple hecho de la compra, mientras que la amistad depende de factores estrictamente racionales, emocionales, afectivos, comunicativos e incluso vitales.
A diferencia del consumo emocional que responde a la innecesaria premisa consumista de cumplir con las experiencias impuestas por figuras mediáticas, la amistad responde a una apuesta por una construcción de sentido existencial que nos permite seguir adelante, en significativa compañía, cuando todo parece estar perdido. En tiempos en los cuales absolutamente todo pretende venderse como una construcción social arbitraria, la filosofía no alineada con discursos globalizantes nos invita a un doble movimiento: retornar al origen del significado de “amigo” como otro que se constituye conmigo vitalmente por un vínculo de aprendizaje mutuo y beneficioso, como también afilar el lápiz de la crítica el momento de reflexionar en torno a la crucial diferencia entre compañía real, amistad y virtualidad en tiempos en los cuales ya no es sencillo distinguir en “los otros” el avatar que se muestra de la persona que allí se esconde.