MINNEAPOLIS, MN
Un mar de gorras rojas espera a Donald Trump en la pista de un aeropuerto; una sinfonía de cláxones suena en un estacionamiento por Joe Biden. El escenario es parte del mensaje en estas elecciones, y los mítines de los candidatos han contado la historia de dos campañas diametralmente opuestas.
El presidente ha seguido su guión de 2016, desafiando las precauciones relacionadas con la pandemia y dejándose adular por multitudes desbordantes en más de 50 mítines desde junio. Su rival se ha ceñido a las recomendaciones de los expertos, al programar muchos menos actos y evitar cualquier aglomeración entre el público.
Ese contraste ha marcado la dinámica de una campaña sin precedentes, en la que Trump se burlaba de su contrincante por “no salir del sótano” de su casa mientras Biden acusaba al presidente de irresponsable, por programar mítines cuyos asistentes están “lo más amontonados posible, arriesgándose” a contraer la covid-19.
TRUMP Y LA ADULACIÓN DE LA MASA
Después de tres meses confinado en la Casa Blanca y criticado por su gestión de la pandemia, Trump se empeñó en junio en volver a su lugar seguro, al sitio donde más a gusto se ha sentido desde que llegó al poder: el podio de unos mítines donde miles de personas gritan que quieren cuatro años más con él.
Quizá porque su primer baño de masas pandémico tuvo lugar en un estadio semivacío de Oklahoma, su campaña pronto identificó un escenario que no volvería a decepcionar a Trump, las pistas de aterrizaje de los aeropuertos de todo el país.
Desde entonces, el imponente Air Force One ha trasladado al asfalto de cada estado clave a un Trump sediento de atención, que en uno de esos actos llegó a bromear con que le encantaba el nuevo formato, porque podía llegar e irse de los sitios sin interactuar demasiado con los votantes a los que busca convencer.
Ni siquiera la covid-19 pudo con esa adicción del presidente, y apenas pausó su agenda durante doce días cuando contrajo la enfermedad que ha amenazado su reelección.
“Me siento tan poderoso”, clamó Trump al volver a la campaña a mediados de octubre en Florida, donde miles de personas lo esperaban aglomeradas y con pocas mascarillas, cuyo uso no es obligatorio en los mítines del gobernante.
NOSTALGIA DE 2016
La apretada agenda del mandatario es casi idéntica a la que mantenía en 2016: hasta su último mitin antes de las elecciones está programado para este lunes en la misma ciudad donde cerró la campaña hace cuatro años, Grand Rapids, en Michigan.
En cada acto, Trump intenta revivir la magia de aquella otra campaña que lo elevó al poder contra todo pronóstico, y pese a llevar cuatro años en la Casa Blanca, sigue presentándose como el insurgente que rompe las normas, mientras perfila a Biden como parte de la “ciénaga” que carcome a Washington por dentro.
“No soy un político, y no siempre sigo las reglas de Washington”, recalcó el viernes pasado en Wisconsin.
Ese mensaje enciende a sus seguidores más fieles, pero no está claro que baste para convencer al resto de votantes que necesita para lograr la reelección. Sus mítines pueden incluso “perjudicarlo”, según Mark Peterson, profesor de política en la Universidad de California en Los Ángeles.
“Los votantes que no son incondicionales a Trump -especialmente los que más necesita, como las mujeres en los suburbios- ven a un presidente desconectado de la realidad, violando las directrices de su propio Gobierno y actuando de forma irresponsable”, dijo Peterson a Efe.
BIDEN Y LA PRUDENCIA EXPECTANTE
El equipo de Biden confía en que eso sea así, y su estrategia de campaña está diseñada para ilustrar su mensaje de que Trump ha sido imprudente en su gestión de la pandemia, mientras que su rival demócrata se dejaría guiar por la ciencia.
El exvicepresidente tardó mucho más que su contrincante en retomar los actos en persona después de la pandemia: hasta septiembre no empezó a programarlos regularmente, y sus primeros mítines congregaban a poca gente, separada en círculos pintados en el suelo para asegurar el distanciamiento.
Luego decidió imitar el formato del clásico autocine, y programar mítines a los que los asistentes podían llegar en sus automóviles, aparcar a distancia del resto y escuchar a Biden, a su compañera de fórmula, Kamala Harris, o al expresidente Barack Obama con las ventanas abiertas o por la radio.
Los aplausos se reemplazaron por golpes de claxon, y Trump no tardó en reírse del nuevo sistema. “Gente en vehículos, no lo entiendo. Es un público enano, se oyen un par de bocinas y ya”, comentó durante un mitin el pasado 24 de octubre.
A la campaña de Biden no le preocupan las críticas del presidente, pero a algunos demócratas sí les inquieta que el contraste con Trump pueda reforzar la idea de que su candidato tiene poca energía: a menudo, el presidente tenía varios mítines en un día mientras la agenda pública de su rival estaba vacía.
Por delante en las encuestas desde hace meses, Biden ha apostado por viajar esporádicamente a estados clave como Pennsylvania y Michigan, enviar a Harris a otros más lejanos como Arizona y Texas, y dejar que el presidente se desgaste en sus constantes mítines, que ya no atraen tanta cobertura mediática como en 2016.
“Cuanto más habla Trump, más votos pierde. Va a ser el primer presidente que haya perdido su cargo por hablar”, aseguró la semana pasada un estratega demócrata, Chris Kofinis, a la cadena NBC News.
El jefe de campaña de Trump, Bill Stepien, defendió en una rueda de prensa en octubre que por lo menos el presidente habla directamente a miles de votantes, mientras que su rival gasta muchos de sus fondos en “anuncios de televisión”.
“Esta es una historia de dos campañas”, dijo entonces Stepien. El desenlace, el veredicto sobre la estrategia ganadora, lo escriben estos días millones de estadounidenses.